miércoles, 5 de agosto de 2009

¡Más vale reir que llorar!


Dulós:
Siempre he destacado por tener una pésima memoria -qué lástima, me digo, porque para ser inteligente se precisa de ella-. Para suplir su falta, -porque lista creo que sí lo soy-, me valgo de infinidad de trucos y astucias.


Desde el inicio de mi enfermedad me propuse no perder ni un solo detalle de todo lo que viviera o pasara a mi alrededor. Para ello, compré una gran caja de cartón de esas que venden en los chinos, estampadas con flores de colores, y en ella fui almacenando regalos, escritos y recuerdos.


Esta mañana me sentía eufórica y contenta, y he abierto la caja con mucha ilusión. Con la ilusión de recordar momentos duros, pero también con aquellos que me hicieron reír cuando más hundida estaba. Lo primero que he cogido ha sido una pequeña libreta de tapas azules con incrustaciones de piedras que he llevado en el bolso durante meses. En ella anotaba mis actividades y sensaciones diarias. Era una especie de diario personal que luego me servía de base para escribir mi blog sobre el cáncer.


En una de sus primeras páginas he leído sobre una llamada de teléfono que, ahora y con el tiempo, se ha vuelto muy especial. Dos días después de haber perdido los pechos y acostada en la cama del hospital, me llamó un amigo muy querido, que es psiquiatra. Solo hablar con él siempre me levanta el ánimo. Esta vez también lo consiguió. Me hizo reír a carcajadas. Recuerdo, que, para consolarme, me soltó:

-“Tú lo que necesitas es un buen revolcón”
- “Sí… Pero tengo un problemilla: un revolcón sin pechos sería un poco chocante, ¿no?”
- “Cosas más raras se han visto”-me dijo.


La conversación fue cada vez más divertida y cómica, y los dos acabamos llorando de risa, aunque yo tenía que contenerme porque me dolía hasta el último cabello de mi cuerpo. Cuando conseguimos calmarnos un poco, le confesé que era yo la que animaba a familiares y amigos que venían a verme al Hospital. Para ello, intentaba estar todo el día de guasa. No quería que se sintieran mal por verme abatida. Por ejemplo, cuando me llamaban por teléfono y me preguntaban: “¿cómo estás?”, yo, sonriendo, respondía: “¡sin tetas!”


A mi amigo psiquiatra también le plantee que ya en aquellos momentos me preocupaba si tener esa actitud tan positiva estaba bien o mal, porque sentía un terrible miedo a despeñarme más adelante. No entendía muy bien cómo podía una sentirse tan bien con una enfermedad tan grave y habiendo perdido los dos pechos. Me sentía un bicho raro o como si estuviera viviendo un sueño. Mi amigo el psiquiatra me repetía que uno no se deprime si no quiere, si saca fuerzas de donde sea para evitarlo. Que era una lucha diaria el vivir positivamente…Y hasta hoy: si la gran depresión no ha llegado, ya nunca llegará.

lunes, 3 de agosto de 2009

Más ligera que el viento


Dulós:


Cuando estoy muy nerviosa, siempre me entran ganas de ir al baño. Es lo que me pasó cuando la enfermera estaba buscando el sobre con los resultados del Pet-Tac. Me pareció que tardaba demasiado tiempo, y como la espera ante el mostrador de radiología del Hospital de Sanchinarro se me hacía eterna, le dije a Eduardo que iba un momento al servicio. Al volver, mi pareja me miraba con ojos tiernos y humedecidos, y su sonrisa era dulce. Tenía el papel en la mano. Le pregunté: “¿ha salido bien, verdad?” Me dio un beso, nos fundimos en un intenso abrazo, y me dijo que sí, que había salido bien.

Hacía prácticamente un año que había escuchado la palabra cáncer. Hacía un año que cargaba con el enorme peso de la enfermedad. Muchos meses de lucha, sufrimiento, lágrimas… Y hoy, el resultado de una prueba me había convertido en vencedora de la batalla. Hoy, al certificar que en mi cuerpo no había “evidencia de enfermedad maligna activa en el momento actual” había subido al podio más alto de la vida para empezar a caminar de nuevo. En esos momentos, noté que andaba más ligera, como si pesara diez quilos menos. Como si me hubiera desprendido de una enorme piedra que llevaba encima de mi espalda. Y respiraba más hondo, se me llenaban completamente los pulmones de aire a cada bocanada. Me sentía como una pluma.

Pero los nervios no perdonan. Un año anidando en mis entrañas. Días antes de recoger el resultado, volví a padecer vómitos y me salieron de nuevo los molestos granos por algunas zonas de mi cuerpo. Y, ya contenta con el resultado en la mano, los nervios decidieron estallar y salir de mi cuerpo. Rompí a llorar desconsoladamente. Pero lloré de emoción, de alegría, de felicidad… ¡Qué bonitas y dulces saben estas lágrimas!

Tras recoger la prueba, tenía visita con la oncóloga Laura García Estévez. Esta vez el examen fue corto. Me felicitó, por supuesto, y me dijo que no me quería ver hasta octubre. “Ni yo a ella”, pensé con alegría. Dos meses por delante sin analíticas, ni ecografías, ni quimioterapia, ni… Aunque si tendré que pisar un hospital en un mes, porque el 11 de septiembre tengo que acudir al quirófano para la reconstrucción de mis pechos. Mantuvimos una breve conversación en la que le comenté lo contenta y orgullosa que me sentía de tener tantas amistades que me quisieran tanto y que me hubieran ayudado a superar la enfermedad. En este punto, la doctora tuvo una expresión de “duda”. Le dije:”…algunas personas nos demuestran más amor del que sienten, precisamente porque estamos enfermas, ¿verdad?”. “Sí”, asintió. Me hizo reflexionar.

La cita en el hospital había sido a las siete de la tarde. Al llegar a casa, preparamos una cena especial al estilo catalán-manchego, que nos encanta a toda mi familia, y a Eduardo también: pan con tomate, embutidos, quesos, y tortilla de patatas.

Una de las primeras llamadas de teléfono que recibí fue la de mi suegra Ana Mª. No he conocido persona que se repita tanto en sus palabras: “¿qué necesitas? Pídemelo…” Pero esta vez le dije que gracias, que no necesitaba nada, que tenía salud, a su hijo y a mis padres. ¿Qué más podría desear?

Esa noche dormí como un angelito, sino fuera por los molestos sofocos, que no hay manera de quitármelos de encima, por más remedios naturales que tome. Al día siguiente, no podía dejar de saltar y bailar por la calle y por dondequiera que fuera. Mi madre no hacía más que reír. Parecíamos dos niñas chicas.

Mis padres habían llegado a casa tres días antes de comunicarme el resultado de la prueba. Decidieron venir porque cada vez que me llamaban por teléfono, yo no hacía más que llorar. Tenía la sensibilidad a flor de piel, y la decisión de viajar fue acertada, porque con ellos me distraje mucho y me ayudaron a pasar con rapidez las horas.
En aquellos momentos pensar en la posibilidad de volver a empezar de nuevo el combate contra el cáncer me erizaba los cabellos y me hundía en la oscuridad. Pero, ¡qué caray! una ya es experta y sabe a ciencia cierta que la guerra estará ganada una vez más.